UN
DÍA PELIGROSO (RELATO DE
SILENCIOS)
PRIMER
SILENCIO
Generalmente, un hombre es un error de hombre.
Todas sus ventanas gozan del apetito de su
ancestral paisaje.
Sus
neuronas recordatorias, no le advierten,
que
de tanto tocarse a si mismo, un día asesina la función .
No animo un cobre en la mediocridad de los humanos.
He
visto pasar delante de mi vieja
juventud:
sindicalistas, clase obrera, divina chusma,
el trombón del país manoseado.
Argentina de argenta
se te cayó el girasol del asombro
entre los treinta mil
del rock sin amén
y los oscuros pozos olvidados.
SEGUNDO SILENCIO CON
TEMBLOR
Generalmente, un hombre es invento de otros hombres.
De un grupo de hombres.
Esos que tienen la probeta mágica
y que clonan un líder que no sabe jurar.
Eso
sí:
ellos saben que la comunión de margaritas volverá.
Porque
se movilizan las comparsas
y
el compás de las comparsas
y
cada paso, cada nota te arrima mucho más.
Hay
aullidos que no molestan porque alguien olvidó
de perdonar.
Su desesperación no vale la pena.
TERCER
SILENCIO CON SOCORRO
Generalmente, un hombre es
testaferro de otros hombres.
Si por olvido no destruyen la morada de los locos
es por
esconder la dignidad.
Artefactos de traición.
Aparatos que
nos joden la vida
y por
toda la vida Argentina de
Argenta enfrentando la helada soledad.
Da la mismo.
La protección proviene del norte
y nuestros alimentos no saben donde van.
El
laboratorio siniestro sólo reduce las idas,
de la fruta extraviada
y de los silvestres hombres
que se instalan en la lluvia
para
los jarros del aliento y la posesión al sol.
Ellos tienen la
memoria de la leche
y la conspiración del pan.
Son generosos
los collares de pájaros liberados.
Provienen del lleva vida
que se acomoda en las rodillas de la victoria
apenas para descansar.
Mientras tanto se
impone un holocausto de vírgenes
y
una cabellera con el rostro de
Juan.
Argentina de argenta no conoce la nave y su realidad.
El poder no tiene glorias
cuando se trenzan en la oscuridad.
La muerte tiene cash.
El inocente no tiene cash.
La vida, nuestra vida,
es solo abaratar
la técnica del miedo,
la ciencia de los miedos
y la imprudencia de arañar.
Toda palabra tiene mala impresión al pronunciar.
CUARTO
SILENCIO. NO SE ESCUCHA
Generalmente, el hombre es una mala inversión de la naturaleza.
Siempre claudica codificado,
arancelado, analfabeteado, hambreteado,
siendo testigo=propietario
de los chicos que silban
en mañanas ardientes una balada de azar .
A
esta altura
la música tapa los gritos solos
los solos terminan sin el salto del último carnaval.
Ese hombre se cotiza en bolsa día por día.
Anónimamente
se apuesta a la visibilidad
de su desaparición.
Sé que indultaron los códigos
cuando enterraron a la madre del primer viento.
“COMO
ÁRBOLES”
(Óleo
con destino)
“La
salud de los inocentes”
Apenas
moviéndose los dos.
De
vez en cuando, casi de a ratos, gesticulando.
Los
dos: viejos.
Con
la mirada como para irse en paz.
Setenta y ocho años cada uno. Ese color casi nublado en los
ojos y esa profundidad como perdida gastada sobre la piel sin arrogancia
aparente, que otorga el tiempo cuando el sol, el gallito del techo y la
simpleza de los vientos , se convierten en tan viejos como ellos.
En un sillón de pana gastada, él fumaba suavemente mirando
según creo, las paredes. A su lado, en un banco de estera, ella.
Un tejido le temblaba en las manos y la sugestión de aquel
invierno encerrado, daba la pauta de una tranquilidad irremediable.
La ventana daba a la noche un simulacro de pecado.
Una instancia de otro tiempo compañero de la buena risa, de
la salud conforme.
El galpón más cercano daba presencia del vino en
bordelesas.
Digo, a lo mejor demasiado, un aliento generoso, sin
sospechas de dignidad, compañero de las cándidas sobremesas y de los hijos
que desordenaban algunos restos de pan o
cortaban sin saberlo, esas charlas donde uno hablaba del trabajo y el otro
de la casa.
Vale recordarlos, aunque todos hemos cambiado.
Ele, su camisa blanca, el galope, su yegua y el destino que
no tiene paciencia.
Ella bajo los cielos del norte, con vientos que rezaban
hacia el campo, simplemente a mirar la mañana.
Dicen que lo esperaba alrededor de las doce.
Miraba lejos. Siempre callada.
Su rostro era simplemente una virtud.
Cuando la yegua daba vueltas, salpicando con su baba
por el borde de la hectárea, alcanzaba a verlo casi a su lado.
Alto y fuerte como un lapacho.
Sembrado y limpio como el rostro de un emergente mandato.
Era
su hombre que llegaba.
Rápido
y ágil para desensillar.
Tierno
cuando la palmeaba.
Las criaturas rodeaban al animal, gritando.
En una de esas a lo mejor le cantaban.
Y después la buena mesa.
El pan grandote repartido mano en mano, el vino
según las edades y la buena complacencia de estar un instante
del día todos arrimados. En casa.
Un mesón grande de algarrobo y ocho sillas
de tronco le besaban los bordes y un tímido mantel blanco, que
asimilaba algunas manchas, en esa vulgar glorieta en cariño de una familia
del Chaco.
Mientras tanto El Zapallar
iba rodeándose en
siestas de hombres malos: el viejo de la bolsa escondido detrás de un
quebracho o la risa que tiene todo padre cuando alza sus críos en alto y
los lanza contra el cielo.
En un instante los recupera con sus propias manos.
Humeante la cocina, el techo con alambres.
Un almanaque era el quieto testigo de todas las ternuras.
Además una estampita de la Virgen, velando por todos los días
y todas sus noches.
La mansa historia.
De las alforjas de la yegua salía un olor transpirado,
mezclado.
Igual al pecho del hombre que llegaba.
Nada es absurdo y hasta la realidad se vuelve obediente,
cuando se vive sin saberlo iluminado.
Porque cada pájaro es una lección que articula la vida.
Cuando caía la tarde todo
era distinto.
Digo en invierno, a eso de las ocho.
Las criaturas dormidas, una vela prendida a un costado de
las camas, una mujer esperando y él, después de bolichear un rato, rumbo a
ella.
Ella con sensación de estrella brotando.
Como todos los hombres y mujeres del mundo, puede pensarse
que hacían el amor despacio.
El toque de caricias, la mano abierta, el horizonte de las
bocas, el olor de los cabellos, el pecho contra el pecho en los
humanos encuentros de El Zapallar. Chaco.
Quedaron solos cuando tenían alrededor de los cincuenta años.
Tiempo de cosechas perdidas y de cosechas ganadas.
Años de hijos crecidos que se van.
Que escriben cartas de vez en cuando.
Mandan un beso a la pausa de un viejo inventario.
Y quedarse así, fue como un jornal mal pagado.
En las paredes - también solas - retumbaban los gritos de
los muchachos.
Una sola vela se apagaba cada madrugada y una sola palabra
se decían despertando.
La yegua había muerto. Un caballo de esos de
“despacio”, cargaba con el hombre a tranco corto, para una mañana
larga, para lo que se intuye cuando se mira para atrás.
Cada paisaje se va olvidando.
Sólo la casa es un tiempo que no se mueve.
Sólo reconoce los candores
pasados, dando optimismo a las nostalgias.
Cartas que llegaban dos o tres veces por año, tiras de “geniol”,
un perro refugiado y el exilio de las fotos ovaladas que ya nadie miraba.
Otro tiempo de almanaque.
Porque no importan sus dibujos.
Los números: sí.
Y en esa noche con setenta
años, los dos sentados, un ángel en guardia se subió al techado.
Estaban amasando el tiempo, ambos.
De golpe, don Luis, según se llamaba, se levantó de su
sillón hermano.
Pensó: la soledad no
tiene presagios.
No vislumbra nada bueno,
la soledad.
Fue a la cocina, tomó dos vasos, los llenó de vino y casi
tarareando regresó.
La miró.
Exclamó:
”A
su salud de buena madre...”.
Ella
lo miró con la dulzura propia de una vieja niña, de una vieja hoja, de una
vieja historia porqué no.
Sorbió
un traguito pequeño y se puso a recordar.
Luis
de un solo trago bebió.
La
palmeó. Hacía frío. Salió por la cocina y apareció
vaso en mano en el patio.
Miró
mucho contra los alambrados.
Jamás
se supo si insulto o agradeció.
Eso
si. Dijo algo.
Se
comprobó la existencia de una larga memoria de caballos blancos.
Luego
ya en la cama, los dos soñaron.
Los
niños y los viejos tienen un extraño poder y una especie de rara voz para
soñar despacio.
Mientras,
tapados hablaban un idioma incomprensible.
El
Zapallar despierto miraba su campo y su ganado.