ALFREDO ARIEL CARRIÓ 

UN  DÍA  PELIGROSO (RELATO DE SILENCIOS)

                                                       PRIMER SILENCIO

 Generalmente, un hombre es un error de hombre.

Todas sus ventanas gozan del apetito de su  ancestral paisaje.

 

Sus neuronas recordatorias, no le advierten,

que de tanto tocarse a si mismo, un día asesina la función .

 

No animo un cobre en la mediocridad de los humanos.

 

He visto pasar  delante de mi vieja juventud:

sindicalistas, clase obrera, divina chusma,

el trombón del país manoseado.

 

Argentina de argenta

se te cayó el girasol del asombro

entre los treinta mil  del rock  sin amén

y los oscuros pozos olvidados.

 

 SEGUNDO SILENCIO CON TEMBLOR

 Generalmente, un hombre es invento de otros hombres.

De un grupo de hombres.

 

Esos que tienen la probeta mágica 

y que clonan un líder que no sabe jurar.

 

Eso sí:

ellos saben que la comunión de margaritas volverá.

Porque se movilizan las comparsas

y el compás de las comparsas

y cada paso, cada nota te arrima mucho más.

 

Hay aullidos que no molestan porque alguien olvidó  de perdonar.

 

Su desesperación no vale la pena.

TERCER SILENCIO CON SOCORRO

Generalmente, un hombre  es testaferro de otros hombres.

Si por olvido no destruyen la morada de los locos

es  por esconder la dignidad.

 

Artefactos de traición.

 

Aparatos  que nos joden la vida

y  por toda la vida Argentina  de Argenta enfrentando la helada soledad.

 

Da la mismo.

 

La protección proviene del norte

y nuestros alimentos no saben donde van.

 

El laboratorio siniestro sólo reduce las idas,

de la fruta extraviada

y de los silvestres hombres

que se instalan en la lluvia 

para los jarros del aliento y la posesión al sol.

 

Ellos tienen  la memoria de la leche

y la conspiración del pan.

Son  generosos  los collares de pájaros liberados.

Provienen del lleva vida

que se acomoda en las rodillas de la victoria

apenas para descansar.

Mientras tanto  se impone un holocausto de vírgenes

y una cabellera  con el rostro de Juan.

 

Argentina de argenta no conoce la nave y su realidad.

 

El poder no tiene glorias  cuando se trenzan en la oscuridad.

 

La muerte tiene cash.

El inocente no tiene cash.

 

La vida, nuestra vida,

es solo  abaratar

la técnica del miedo,

la ciencia de los miedos

y la imprudencia de arañar.

 

Toda palabra tiene mala impresión al pronunciar.

 CUARTO SILENCIO. NO SE ESCUCHA

Generalmente, el hombre es una mala inversión de la naturaleza.

 

Siempre claudica  codificado, arancelado, analfabeteado, hambreteado,

siendo testigo=propietario  de los chicos que silban

en mañanas ardientes una balada de azar .

 

A esta altura

la música tapa los gritos solos

los solos terminan sin el salto del último carnaval.

 

Ese hombre se cotiza en bolsa día por día.

 

Anónimamente se apuesta  a la visibilidad  de su desaparición.

 

Sé que indultaron los códigos

cuando enterraron a la madre del primer viento.

 


“COMO ÁRBOLES”

(Óleo con destino)

“La salud de los inocentes”

Apenas moviéndose los dos.

De vez en cuando, casi de a ratos, gesticulando.

Los dos: viejos.

Con la mirada como para irse en paz.

Setenta y ocho años cada uno. Ese color casi nublado en los ojos y esa profundidad como perdida gastada sobre la piel sin arrogancia aparente, que otorga el tiempo cuando el sol, el gallito del techo y la simpleza de los vientos , se convierten en tan viejos como ellos.

En un sillón de pana gastada, él fumaba suavemente mirando según creo, las paredes. A su lado, en un banco de estera, ella.

Un tejido le temblaba en las manos y la sugestión de aquel invierno encerrado, daba la pauta de una tranquilidad irremediable.

La ventana daba a la noche un simulacro de pecado.

Una instancia de otro tiempo compañero de la buena risa, de la salud conforme.

El galpón más cercano daba presencia del vino en bordelesas.

Digo, a lo mejor demasiado, un aliento generoso, sin sospechas de dignidad, compañero de las cándidas sobremesas y de los hijos que desordenaban algunos restos de pan  o cortaban sin saberlo, esas charlas donde uno hablaba del trabajo y el otro de la casa.

Vale recordarlos, aunque todos hemos cambiado.

Ele, su camisa blanca, el galope, su yegua y el destino que no tiene paciencia.

Ella bajo los cielos del norte, con vientos que rezaban hacia el campo, simplemente a mirar la mañana.

Dicen que lo esperaba alrededor de las doce.

Miraba lejos. Siempre callada.

Su rostro era simplemente una virtud.

Cuando la yegua daba vueltas, salpicando con su baba  por el borde de la hectárea, alcanzaba a verlo casi a su lado.

Alto y fuerte como un lapacho.

Sembrado y limpio como el rostro de un emergente mandato.

Era su hombre que llegaba.

Rápido y ágil para desensillar.

Tierno cuando la palmeaba.

Las criaturas rodeaban al animal, gritando.

En una de esas a lo mejor le cantaban.

Y después la buena mesa.

El pan grandote repartido mano en mano, el vino  según las edades y la buena complacencia de estar un instante  del día todos arrimados. En casa.

Un mesón grande de algarrobo y ocho sillas  de tronco le besaban los bordes y un tímido mantel blanco, que asimilaba algunas manchas, en esa vulgar glorieta en cariño de una familia del Chaco.

Mientras tanto El Zapallar  iba rodeándose  en siestas de hombres malos: el viejo de la bolsa escondido detrás de un quebracho o la risa que tiene todo padre cuando alza sus críos en alto y los lanza contra el cielo.

En un instante los recupera con sus propias manos.

Humeante la cocina, el techo con alambres.

Un almanaque era el quieto testigo de todas las ternuras.

Además una estampita de la Virgen, velando por todos los días y todas sus noches.

La mansa historia.

De las alforjas de la yegua salía un olor transpirado, mezclado.

Igual al pecho del hombre que llegaba.

Nada es absurdo y hasta la realidad se vuelve obediente, cuando se vive sin saberlo iluminado.

Porque cada pájaro es una lección que articula la vida.

Cuando caía la tarde  todo era distinto.

Digo en invierno, a eso de las ocho.

Las criaturas dormidas, una vela prendida a un costado de las camas, una mujer esperando y él, después de bolichear un rato, rumbo a ella.

Ella con sensación de estrella brotando.

Como todos los hombres y mujeres del mundo, puede pensarse que hacían el amor despacio.

El toque de caricias, la mano abierta, el horizonte de las  bocas, el olor de los cabellos, el pecho contra el pecho en los humanos encuentros de El Zapallar.  Chaco.

Quedaron solos cuando tenían alrededor de los cincuenta años.

Tiempo de cosechas perdidas y de cosechas ganadas.

Años de hijos crecidos que se van.

Que escriben cartas de vez en cuando.

Mandan un beso a la pausa de un viejo inventario.

Y quedarse así, fue como un jornal mal pagado.

En las paredes - también solas - retumbaban los gritos de los muchachos.

Una sola vela se apagaba cada madrugada y una sola palabra se decían despertando.

La yegua había muerto. Un caballo de esos de “despacio”, cargaba con el hombre a tranco corto, para una mañana larga, para lo que se intuye cuando se mira para atrás.

Cada paisaje se va olvidando.

Sólo la casa es un tiempo que no se mueve.

Sólo reconoce los candores  pasados, dando optimismo a las nostalgias.

Cartas que llegaban dos o tres veces por año, tiras de “geniol”, un perro refugiado y el exilio de las fotos ovaladas que ya nadie miraba.

Otro tiempo de almanaque.

Porque no importan sus dibujos.

Los números: sí.

Y en esa noche con setenta  años, los dos sentados, un ángel en guardia se subió al techado.

Estaban amasando el tiempo, ambos.

De golpe, don Luis, según se llamaba, se levantó de su sillón hermano.

Pensó: la soledad  no tiene presagios.

No vislumbra nada bueno,  la soledad.

Fue a la cocina, tomó dos vasos, los llenó de vino y casi tarareando regresó.

La miró.

Exclamó:

”A su salud de buena madre...”.

Ella lo miró con la dulzura propia de una vieja niña, de una vieja hoja, de una vieja historia porqué no.

Sorbió un traguito pequeño y se puso a recordar.

Luis de un solo trago bebió.

La palmeó. Hacía frío. Salió por la cocina y apareció  vaso en mano en el patio.

Miró mucho contra los alambrados.

Jamás se supo si insulto o agradeció.

Eso si.  Dijo algo.

Se comprobó la existencia de una larga memoria de caballos blancos.

Luego ya en la cama, los dos soñaron.

Los niños y los viejos tienen un extraño poder y una especie de rara voz para soñar despacio.

Mientras, tapados hablaban un idioma incomprensible.

El Zapallar despierto miraba su campo y su ganado.