FERNANDO DÍEZ CELAYA  

POEMAS

  CUANDO TE FUISTE  

1996

Cuando te fuiste de tu mundo

ellos te siguieron a otras ciudades

y tus pasos recorrieron

las aceras mojadas,

y tus recuerdos durmieron

en almohadas ajenas e inhóspitas.

 

Vigilaron tu mirada oscura,

el movimiento de tus manos,

el parpadeo acerado de tus ojos.

Y las palabras de tus labios que surgieron

se negaron a confesar tu nombre.

 

Te enredaste en esos hilos

que te atan y encadenan

a otros mundos.

Te persiguieron sus susurros

desde el fondo de antiguas escaleras:

las calles silenciosas eran tuyas.

Y tú no regresaste.

 

Finalmente te encontraron tus amigos,

deshecha la cama, cerrada la puerta,

adormecido en los laberintos subterráneos del deseo.

 

Pero yo sólo veía tus manos atadas,

sólo tus ojos oscuros y tu boca húmeda.

Y ese subterráneo era yo,

ese laberinto era mi mente.

 

       Ese deseo era la vida,

               que había pactado con la muerte.

 

Entre aquellas paredes descarnadas

no había escapatoria ni escondite.

Luego, una noche, despertaste:

yo te vigilaba entre el humo del lugar

donde casi a diario te veía.

 

¿Qué esperabas detrás de las cortinas,

al fondo del pasillo,

más allá de los oscuros tramos de escaleras,

escondido en corredores olvidados,

agazapado en habitaciones infinitas,

retenido en sótanos profundos

y prohibidos?

 

¿Esperabas la vida o esperabas la muerte?

El tiempo detenía allí con su mano poderosa

el tránsito inexorable de la noche.

Y ellos te miraban.

 

¿Recordaron ellos luego

tu sonrisa junto al río,

la fresca agua cayendo de tus manos,

el amor en tus ojos?

 

¿Recordaron acaso la encendida rosa

entre tus labios? ¿Tu mirada rebosante

de belleza? ¿El abismo desolado de tu alma?

 

Yo sólo veía tus manos atadas,

sólo tus ojos oscuros y tu boca húmeda.

Y ese subterráneo era yo,

ese laberinto era mi mente.

 

        Ese deseo era la vida,

                que había pactado con la muerte.

 

   

LAS CALLES DE PARÍS

1997

 Las calles de París son tuyas,

yo te las doy todas,

pero que la lluvia caiga impasible en Montmartre

y que los vendedores de flores

te ofrezcan sus pequeños claveles

en las escaleras del Sacré-Coeur.

 

Era domingo por la tarde

y fuera del café llovía mansamente:

yo había cruzado la ciudad para buscarte,

mi pelo todavía goteaba en el crepúsculo.

Tú me esperabas sonriente y enigmático,

con mil secretos que entregarme, solo,

en el apartado café del barrio viejo

y con mil preguntas bailando en tu mirada.

 

Yo te hablé de mí y de la lluvia

y de París y de mi anhelo

de cruzar París aquella tarde

para estrecharte una y otra vez entre mis brazos.

Y tú me hablaste de poemas,

de Gluck, de Bach y Monteverdi,

mientras la lluvia inundaba el Trocadero.

 

Después he recordado esa mentira:

no era París, era otro sitio;

los trenes se habían ido sin nosotros,

la gare de Lyon ya no era nuestra

y mis poemas, mojados por la lluvia,

escurrían sus últimas palabras

cinco minutos antes

de la llegada de los alemanes.

 

Tus pasos huyeron con la noche.

No era París, tampoco era domingo.

Terminó el cine. Cerró el café sus puertas.

Y yo vagué, solo, por  aquella  ciudad interminable,

que nunca fue París.

 

Esa ciudad es mentira,

esa ciudad no existe, me dije.

Sin embargo, tú me hablaste de ese tiempo,

un tiempo de flores,

una época de rosas.

 

Nos queda París, dijiste.

¿Dónde desgranaste esas palabras?

¿En qué café de la vieja ciudad?

¿En qué película de cine viejo?

 

Las calles de París son tuyas,

yo te las doy todas,

pero que la lluvia caiga otra vez en place Vendôme

y que los paseantes del Carnavalet, sin prisa,

se aparten de mi paso como aquella tarde:

llueve en París y yo deseo

que me mientas otra vez y me preguntes

si me gusta París sin ti, antes de irte,

por las húmedas calles de Montmartre.

 

Las calles de París son tuyas,

yo te las doy todas.

 

 

  A   Z   U   L  

1994

 Azul era el lugar y azul la noche

y el deseo agazapado se enroscaba en nuestras copas.

Pero el abrazo imposible se convirtió en palabras,

y esas palabras abrieron la puerta aherrojada

de las lágrimas.

 

Y ese bálsamo, después, fue el peldaño

para trepar hasta tu alma y esconderme

en pensamientos furtivos de abandono.

 

Pero el recuerdo de otros besos

gemía todavía entre tus ojos

y los míos se demoraban indecisos

en esos vericuetos del tiempo que te atrapan

como pulpos inmisericordes.

 

Y así pasó, después, la noche:

en un ir y venir por aposentos vacíos

y olvidados en nuestros corazones.

 

Por eso no toqué tus manos,

porque no eran tuyas.

Por eso no besé tus ojos,

porque no eran tuyos.

 

Y hoy te veo aquí atado a tu ternura,

herido por tu propia mano,

alcanzado por la espada

que arrastra con su filo las bellas rosas

que no crecerán.

 

Por eso no acariciaré tu pelo,

porque te vas.

Por eso no tomaré tus manos,

porque te vas.

 

Pero quizá amanezca un día de tormentas

y las veloces nubes alejen de tu espíritu el temor:

hay un lugar de luz donde los animales rezagados

se convierten en aves eternas y majestuosas.

Y allí es fácil todo, asentir y entregarse

y darse la vuelta en la almohada sin tener que despedirse.

Ya llega el alba y tú decides.

Amanece y regresa, a la fuerza, el día.

Yo me pregunto por qué mancillan siempre nuestras manos

las livianas esperanzas del amor.