PEDRO MARTÍNEZ

 

Otoño

 

Sin lugar a dudas hacemos una buena cuadrilla. Como todas las cuadrillas nos reunimos en un bar, en La Alegría de Cuenca, una taberna en donde la cerveza es de botellín de a quinto, con el fin estatutario de inspirarnos en el arte de la literatura. Quisimos hacer un taller de escritura pero la falta de constancia en la tarea y una cierta desidia de inspiración alcohólica, para qué negarlo, malograron el empeño.

No llegamos ni siquiera a tertulia. Una charleta de amigos, eso es lo que somos Ignacio, Raúl, Juan y este servidor, aunque Raúl, un chileno con el alma rendida por este Madrid con sabor a boquerones en vinagre, opine de otra manera. Cree que constituimos —es un optimista recalcitrante— un grupo de alto nivel, con imaginación de la buena que es lo que cuenta en el difícil arte de rellenar cuartillas.

Juan, un cuarentón afable de pelo rizado y gafa de gruesos cristales, nos surte de lo último en el mundo de las letras, desplegando todos los lunes sobre la mesa de mármol desportillado convocatorias, recortes y emails impresos sobre lo que se cuece allende nuestra taberna. Entonces me aburro un poco —tengo la convicción de que todo ello es un engaño inventado por la plutocracia— y me entretengo en vagar detrás del ventanal de la taberna, en una suerte de O tempora! O mores! ante la república de las letras en peligro.

Esta tarde, mientras Juan informa del último premio concedido a no sé quién, veo llover y el agua resbala por la cristalera de La Alegría empapando los reflejos fluorescentes de las fuentes de callos, pulpo y manitas de cerdo que dormitan sobre helechos que fueron verdes la semana pasada. El otoño se cierne sobre nosotros y los vasos con cerveza lagrimean entre los papeles que certifican, una vez más, qué lejos estamos de casi todo.

A Ignacio el informe cultural le sirve de acicate. Mantiene, sin reparo alguno, que si no fuera por estos certámenes los escritores estarían huérfanos de estímulo y oportunidades, llegando a criticar, incluso, la nefasta política del gobierno que recorta los presupuestos para este tipo de eventos. Dice, como casi siempre, que es posible que alguno de estos concursos se ventile de antemano pero cita al respecto que a él lo seleccionaron en el certamen de una caja de ahorros, lo cual demuestra que la imparcialidad sobrevive a pesar de todo.

Cuando las hojas de papel, ya pringosas, pasan a mejor vida dentro de carpetas y bolsillos, regreso a la mesa desde mi éxodo en la calle asediada por los paraguas. El ventanal está empañado casi del todo. Jacinto, el tabernero, echa aserrín alrededor de la barra aun a sabiendas de que está prohibido, pero a él le gusta el olor de la madera húmeda, qué narices, y agradezco el detalle. Me encanta ver cómo alguien se salta las normas, aunque sea en una cuestión de higiene pública. Prendo un cigarrillo y escucho al chileno:

—... y este Urbanyi, como os digo, lo he leído en una página de interné, va y escribe: «Cuando despertó, suspiró aliviado: el dinosaurio ya no estaba allí». Terrible, ¿no os parece? El tipo destripó el cuento, o más bien lo rehizo desde una perspectiva indigna, ¿o no?

—¿Indigna?, ¿por qué? —le digo—. A mí el cuento de Monterroso me parece una simpleza...

—Claro, a vos os gusta García Márquez y toda esa historia del barroquismo mágico. Lo que pasa es que no has entendido el breve... —me contesta, haciendo un gesto de tedio.

—Poco hay que entender en El dinosaurio, creo yo. Hemos llegado a tal grado de estrés que ya no somos capaces de leer más de veinte líneas seguidas, eso es lo que pasa... —le apunto con el dedo— ...y encima a una línea la llaman un cuento vertiginoso, pues eso es El dinosaurio, vertiginoso para que se pueda leer en medio minuto, y nada más, que los tiempos que corren no dan para recrearse...

Se forma la barahúnda. El chileno me contesta y al tiempo responde a Juan —que no está de acuerdo conmigo pero tampoco con los minicuentos— quien, a su vez, discute con Ignacio que adora los hiperbreves y apoya a Raúl:

—Un escritor debe escribir en lo profundo y no describir... —la voz de Raúl se pierde en un segundo plano— ...y además en el rechazo de lo nuevo está la intransigencia de lo viejo, que esa sí que es un verdadero dinosaurio... —dice Ignacio machacando con su voz a la del chileno.

—Eso, ahora ponte marxista... —le espeto a Ignacio.

La charleta languidece al cabo de una hora, justo cuando llegamos al debate entre realismo y surrealismo. El aserrín es ahora de color amarillo oscuro y dos paraguas colgados de la barra riegan el suelo cubierto de cáscaras de mejillón y gamba a pesar de las papeleras que no tuvo más remedio que instalar Jacinto. No hay nada mejor que una buena polémica para despertar los piques larvados y terminamos el debate pidiendo una ronda tras acordar que escribiremos un relato cada uno, «a ver en dónde se queda todo lo dicho», dice Juan, y propone que lo hagamos sobre un mismo tema Él opina que sobre un crimen pero no termina de gustar la idea y nos perdemos en cábalas hasta que un trueno espectacular retumba en La Alegría. Raúl sugiere entonces que hagamos caso del suceso, un segundo nivel quizá de los sueños que hemos desparramado por la taberna esa tarde, y escribamos un cuento que transcurra durante una tormenta de otoño.

Celebramos la idea, ¿qué escritor rechazaría una sugerencia así? Pedimos la arrancadera y acordamos nombrar de juez para la justa a Cassini, un argentino que publicó un par de novelas en Buenos Aires poco antes de que los uniformados fundieran el gobierno de María Estela de Perón. Cassini viene de cuando en cuando a la taberna y ahora trabaja como lector en una gran editorial. Estamos todos de acuerdo con la designación y Cassini lo estará más todavía cuando sepa que el día del veredicto lo convidaremos.

 

 

Ahora, el cursor parpadea cruelmente sobre la hoja en blanco que veo en el ordenador. He releído todos los relatos que tengo, y nada. A casi todos se les puede poner una tormenta de otoño de fondo, pero no me acabo de inspirar. ¿Quizá sirva Quiero ser un vampiro? El cuento tiene tensión, pero el final no está claro todavía y además cruje la trama con una tormenta de fondo; demasiado evidente. En Amor de Santorini, el tema quedaría mucho mejor: un fondo oscuro de otoño laminando las blancas paredes de las casas; el mar encrespado que quiere tragar al pequeño barco con bandera de la Alemania nazi que se acerca al embarcadero de Thira; una mujer espera al pie de la estrecha escalera que sube por el acantilado de la Gran Caldera; la ciudad está en temeroso silencio; unos cascos brillan en la caseta del pequeño puerto; llueve... No, tampoco, puro efectismo y ya más que leído, dirá, con toda seguridad, el chileno.

¿Y un cuento ecológico? Ni que pintado para el tema del otoño. Me pongo a la tarea: un oso que se despierta de su letargo invernal y ve que no hay bosque a su alrededor, sólo troncos retorcidos, manchas sucias de nieve que se derriten entre olores pestilentes y tierra negra, calcinada; en la lejanía, el estruendo de motores y explosiones; aparece un hombre herido arrastrándose entre gemidos y entonces el oso... Me paro al cabo de unas líneas, agarrotado por las dudas. Al final lo dejo cuando me doy cuenta que han podido más las explosiones que la ecología y estoy escribiendo uno más de ciencia ficción. ¡Mierda!

Me centro entonces en Cassini. Le tiene que gustar Borges. A todos los argentinos les gusta Borges. O Cortázar. También le gustará Cortázar, sin duda. Él decidirá sobre la justa, así que flexiono los dedos de la imaginación, me doy un garbeo hasta la nevera y vuelvo ante la hoja en blanco del ordenador...

«Y ahora venir a largarme a mí sobre el tiroteo de la esquina de Arapiles. Ya sabía yo de sobra que ‘El Chino’ no se aguantaría. Más de mil veces lo dije, que para eso tengo ojos en la cara y diquelo lo que ocurre en la Avenida de Guadalajara. Al ‘Chino’ no lo conocerán esos manguis, pero en el 137 de la Avenida hay que largar en voz baja. Y yo vivo en el 129. Lo vi saliendo muchas veces del prefabricado con los firestones como espejos y mirada de lujuria, camino de la reserva...». Y así hasta sesenta líneas, más o menos. Cursor... Me acabo de dar cuenta de que estoy rescribiendo El hombre de la esquina rosada. Cursor... Cursor... Cursor... El camino al frigorífico se me antoja como la senda de los elefantes, como aquella ruta que seguían los antiguos hinchas del Atleti, cabeceando decepcionados por lo último en el Metropolitano. Las cervezas se están acabando. El cenicero rebosa. Miro por la ventana. Anochece y vuelve a llover.

A estas alturas de la película, seguro que muchos se darían cuenta de que estoy soltero. Pienso en ello. ¿Y por qué? Pues porque podría escribir sobre un triángulo amoroso, tan en boga últimamente. Pero me falta el beneficio de la experiencia. Enciendo el penúltimo pitillo y rebusco en los cajones: nada de nicotina a la vista. Me visto y bajo al bar que está aquí cerca, sin coger el paraguas, total por unos metros de nada... A la vuelta estoy empapado, pero me siento rápidamente ante el ordenador.

Prometo que no bebí nada en el bar. Fue la lluvia en la cara y en el pelo la culpable de la idea para mi cuento, la que me trajo el recuerdo de aquella tarde, también de otoño, cuando le dije que no saldría más con ella. Yo tenía entonces diecisiete años y ella veintitrés. Mi hermano y mis amigos se reían de que saliera con aquella vieja; qué asco de envidia, ahora lo sé. Mi hermano se lo dijo a mi madre, quien no se rió en absoluto, y entre todos lograron convencerme. Era una tarde de otoño y también llovía cuando la dejé. Caminábamos por un oscuro sendero de El Retiro bajo los árboles rumorosos por la lluvia. Nos paramos, la miré a los ojos, con la inconsciente valentía de quien no conoce el querer, y se lo dije:

—No puedo salir más contigo... —me miró asombrada y luego bajó la vista—. ¿Por qué? ¿Puedo saber el porqué? —dijo muy quedo, después de unos instantes. La voz me pareció que llegaba desde el lecho de hojas húmedas que cubrían el sendero.

No recuerdo exactamente qué le contesté, algo sobre que tenía que estudiar de firme, que me gustaba pero que ella era distinta a mí..., algo así. Sin embargo, me abrazó y me dio un beso en los labios mientras me acariciaba el pelo. Recuerdo la suavidad de la piel de su cara, apretada contra la mía. Creí que ella iba a echarse a llorar. Me dijo te quiero al oído y luego se separó, dio la vuelta y comenzó a caminar. Quise seguirla, pero volvió la cara y dijo con un gesto que no la acompañara. No me costó trabajo hacerlo, estaba firmemente convencido de que aquella relación no era buena y respiré aliviado una vez que desapareció, trémula, entre los árboles. Tecleo en el ordenador. Con saña, también con la vergüenza de quien comprende que actuó mal. Pero el paso del tiempo es el mejor nolotil para el alma y el recuerdo se despliega ante mí como amodorrado. Sólo me duelen las palabras que voy escribiendo...

«Los árboles te echaron de menos antes que yo. Llovía. Me diste un beso con tus labios mojados por gotas de despedida. Tenías veintitrés años...». Son las cuatro de la mañana cuando apago el ordenador y noto que me he resfriado. Miro la pantalla y siento que allí dentro está mi cuento, por fin. Mañana llamaré a Cassini.

 

 

Hoy no llueve. La fría tarde soleada se pasea ante la vitrina de La Alegría. Veo que entra Cassini con una carpeta azul bajo el brazo. Alto, desgarbado, me saluda con un ¿cómo andás?, y agradece la invitación. Deja la carpeta con cuidado en una silla, para que no se manche, y aprecia las gambas con gabardina y el queso en aceite. Me estremezco de ver como acompaña las raciones con un trina de naranja. A mi alrededor, son todo comentarios y anécdotas sobre la aventura vivida para escribir el cuento de otoño. Juan se queja de la falta de tiempo y el chileno le responde que un mes da para mucho. Cassini limpia con cuidado su parte del mármol, pone la carpeta sobre la mesa y la abre despacio.

—Sos buenos escritores y pasé un rato macanudo leyendo los relatos... —calla por un momento mientras se pone una gafa de cerca, de esas que venden en las farmacias— ... sobriedad y buenos recursos, ahí está el secreto, sí señor, y también algo de poesía...

Me pierdo en la vidriera cuando Cassini saca un bloc de notas de la carpeta. Me gustaría que lloviera y el vidrio se empañara como la tarde en que decidimos escribir los relatos, no sé por qué. Recuerdo entonces a Luisa, recuperada en el relato que escribí, pero ella no está, ella no es como el dinosaurio. Aplausos y risas. Alguna cosa ingeniosa que acaba de soltar Cassini. Jacinto, el tabernero, me mira y le hago una seña para que nos traiga de beber. ¿Por qué no lloverá...? Vienen las bebidas y guardamos un instante de silencio. Los ojos de Cassini me miran fijamente por encima del borde de la gafa de aumento.

Cassini comienza a hablar...

 

 



Este relato fue publicado en el libro
«Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas» (Kokoro Libros / Madrid 2005)